La necesidad vuelve a veces patéticos a los hombres. No es esta una gran reflexión, tampoco nada que no se haya dicho antes; el ansia de poder, en cualquier aspecto de la existencia en el cual se manifieste, y sea cual sea la forma que revista, es un factor que moviliza personas hacia un determinado fin (si éste es conocido de antemano).
El kirchnerismo actual es parte de eso: una gran maquinaria de poder, cuidadosamente mediatizada (esto es, impulsada cínicamente desde los medios de comunicación propios o pertenecientes a testaferros y amigos), que impulsa a los más incautos a creerse parte de dicha maquinaria. Son ilusiones que no fructificarán. El Poder busca encontrar en ello un arma de legitimación para seguir haciendo lo que más le convenga a los fines de perpetuar su existencia.
Si el actual Gobierno es Nacional y Popular (obviamente se trata de una hipótesis), que no desconfíe tanto del pueblo: que le entregue a él el poder, a todo lo largo y lo ancho del país, y que sus integrantes se retiren a las montañas a vivir bucólicamente. Pero esto no es así: no puede ser ni Nacional ni Popular un partido que en las últimas elecciones legislativas fue derrotado en la enorme mayoría de las provincias, incluso categóricamente en algunas de ellas, y que en total no obtuvo una cifra mayor que el 30% de los votos totales.
Además, el Gobierno es una ficción jurídica. Todo gobierno lo es: se trata de estructuras burocráticas que trasladan la voluntad del pueblo hacia su realización. Es decir, los integrantes de cualquier partido son representantes (lamentablemente, no mandatarios) de una cierta porción del querer popular. Nunca del todo, por ende, nadie en sus cabales puede nombrarse a sí mismo como representante del pueblo todo (popular) en todas sus particularidades demo-geográficas (nacional). Por principio, las preferencias de la gente se manifiestan en comicios libres y bajo ciertas reglas. Cabe entonces concluir que el kirchnerismo no es siquiera un 30% nacional y popular (y que hay otros más nacionales y populares que ellos). Pero éste no es un razonamiento válido, ninguno podría ser nacional y popular, o bien todos lo serían sólo porque los sufragios propios suman mayor cantidad que los ajenos (o sea, tendría una mera popularidad aritmética).
Precisamente porque todo gobierno es una ficción jurídica, que no nace con el hombre, sino que éste le ha dado origen para paliar ciertas falencias de la vida, ya desde épocas prehistóricas, entregando en ese acto algunas de sus prerrogativas, o sea, privándose de hacer lo que quiera para no perjudicar a los que se han asociado a él en la formación de una comunidad mayor, la administración de los asuntos comunes debe tomar un aspecto racional, en oposición a las pasiones que el ser humano deja de lado al unirse a sus semejantes, por perniciosas para el bien común o voluntad general. En suma, el fanatismo irracional en las democracias contemporáneas, siendo éstas las formas de organización políticas más racionales y abstractas de toda la historia del hombre, lejos está de justificarse. Por ello, tales manifestaciones de irracionalidad sólo se han dado en gobiernos dictatoriales (Franco, Mussolini, Hitler, Stalin, Mao, etc.), en los que la voluntad del pueblo no tiene cauces de llegada hasta sus líderes políticos, ni manera de presionarlos para que se conduzcan de acuerdo a su influjo (el más supremo de los influjos políticos, o quizá el único).
La mecánica de las actuales democracias (regímenes demorrepresentativos decía, tal vez de una manera más acorde, el politólogo Robert Dahl) implica los siguientes pasos: manifestación del querer del pueblo, asunción en el cargo de los dirigentes que fueron ubicados en el mismo por aquél, comienzo de las medidas de gobierno, para luego volver a empezar con la ronda, y así hasta el infinito.
En otras palabras, el tamiz de las pasiones del pueblo son los gobernantes designados por él, y, a la vez, el freno a las ambiciones de éstos es la Constitución (la división de poderes, las restricciones a los mismos y el obligado respeto a los derechos de los administrados). No es un sistema perfecto, desde ya, pero no cabe duda (en mi opinión) de que sí es el que más se aproxima al ideal de autogobierno del pueblo, dentro de las circunstancias sociohistóricas del mundo actual.
En términos paródicos, lo explicaríamos así: el pueblo votó a Cristina Fernández en 2007 (y le dio la espalda en 2009), Cristina Kirchner debe gobernar respetando la Constitución, y para gobernar respetando la Constitución tiene que tomar medidas que no violen su articulado. En otras palabras, lo que sus adeptos festejan con ímpetu de gladiadores es la mera firma de un decreto, por ejemplo. Justamente ese tamiz de pasiones que son los frenos y contrapesos a las ambiciones de poder de los políticos es lo que ignoran: su ilusión es que los que se encuentran gobernando son ellos mismos, o sea, es una ambición de poder apenas más mediata que la de los profesionales de la lucha política. Trasladan a otros sus deseos, sus ambiciones, y se ven reflejados en ellos, a pesar de lo que hagan y cómo lo hagan. Una pura falacia de autoridad.
Mientras tanto, esa pantalla (en más de un sentido) que los envuelve, meramente ficticia, es justificadora y da fortaleza al ataque a ciertos argentinos por parte de otros argentinos (privilegiados por su posición de poder). Y de autogobierno ni hablar, porque tal cosa es en teoría imposible.
En definitiva: todas las personas a las cuales me refiero están siendo cómplices de la corrupción, el saqueo del Estado, los negociados con amigos, y otras actividades más nocivas como el escarnio que constituye la minería contaminante a cielo abierto, por ejemplo. No es momento de detenerse en estos puntos concretos; ya lo he hecho enfáticamente en otras ocasiones.
La praxis política complementa la teoría política, es su puesta en ejercicio, así como, v.gr., la praxis médica es la contraparte de las enseñanzas adquiridas en la Facultad de Medicina. Ahora bien, sólo unos pocos ejercen la praxis de la política, mientras otros están excluidos de ella. Esos pocos verdaderamente afortunados, que dividen entre sí nada menos que el Poder de una sociedad, no son per se ni superiores ni inferiores a cualquier otro mortal. Poseen la misma ambición de poder, sólo que en este caso se dirige a obtener o conservar el poder propiamente dicho, el político, el más pernicioso de todos. Para ello utilizan “instrumentos”: seducir al pueblo de la forma más halagüeña posible es el más eficaz; esto no implica que alguien deba prestarse a ser instrumento de otros, que (por decirlo así) forme una red de imperativos categóricos kantianos.
La acumulación de capital no puede sostenerse sin acumulación de hombres, nos decía Foucault. Yo lo extendería también a la vaga expresión “capital político”.
La parafernalia invasiva de los medios “masivos” de comunicación oficial debe entenderse en este sentido. Al fin y al cabo, su discurso “combativo” (el del Gobierno combatiendo a los ciudadanos que dan fundamento a su poder, vaya “combatividad”) sólo ha surgido después de la derrota eleccionaria de 2009.
Estas prácticas conservadoras del poder estatal, cuidadosamente introducidas en algunos individuos, deberían ser notadas. La diferencia entre el pensar y el “ser pensado” radica en el grado de dependencia respecto de una línea de discurso concreta.
La racionalidad de los poderosos de mofa de la irracionalidad de los dominados, y la/los explota.
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