sábado, 9 de octubre de 2010

Informe sobre la polilla

Vi una polilla: marrón. Me pregunté entonces aquello que uno se pregunta cuando ve una polilla (¿será feliz?). En fin, en el universo caben tantas polillas como llaves francesas, y en una polilla bien podría caber el universo, como suele caber en una hoja desprendida de un árbol o en un par de piernas de ganso.
Ahora bien, la armonía que uno encuentra en un invertebrado es difícil verla en una taza de chocolate caliente (quizá en un esfuerzo sobrehumano sí, pero lo considero poco probable). Es tanto como ver normalidad en un ser que se para en dos patas, inventó cientos de idiomas para no terminar nunca de entenderse y cree que piensa; y hasta llegó a construir adefesios que no le dejan ver el amanecer. Es más que curioso.
La polilla no ha llegado a ese extremo. Ella come prendas de vestir, mientras el hombre se mata a sí mismo. Quizá, a pesar de su irracionalidad, ha aprendido a aprovechar mejor su tiempo; quizá esa irracionalidad no es tal. No escribirá poemas de amor, pero se procura su propio alimento y subsistencia. Ello la aleja del psicoanálisis; no lo necesita.
Las polillas europeas suelen comerse a las sudamericanas. No porque sean mejores o más fuertes. Están preparadas genéticamente para eso, mientras sus víctimas no. Pero cuando se cuelan en algún sueño son todas amigas (la vida en sí es sueño, nunca he estado despierto).
La imaginación de la polilla es prodigiosa, han dicho los autores. Una campera de cuero se le asemeja a un asado, los vaqueros son una extraña mezcla entre pizza y excremento de sapo, entre otros casos.
Generalmente, cuando yergue su cola de pavo real, es que se dispone a transformarse en piraña (maldito el que diga que esto es imposible). Y cuando terminar de escribir, lo hace así:

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